La elefantiasis regulatoria y las sombras imaginarias

Opinion Alberto Jara A

Para quienes no han oído hablar de ella, la elefantiasis es una enfermedad que inmoviliza al ser humano (un rápido vistazo en Internet lo deja claro). Afecta principalmente las extremidades inferiores del cuerpo, provocando un engrosamiento descontrolado que impide caminar, correr y llevar una vida funcional. Las piernas se vuelven pesadas, torpes, lentas, colapsando el sistema linfático por la hinchazón.

En el mundo de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones —el amplio y dinámico universo TIC—, hemos comenzado a desarrollar un padecimiento similar. No es corporal, sino normativo. Se manifiesta como una acumulación excesiva de reglas, trámites, permisos, sanciones, obligaciones y reportes. Es lo que podríamos llamar, sin exageración, elefantiasis regulatoria.

Un cuerpo que no corre

Durante la última década, se han multiplicado las capas regulatorias sobre el ecosistema digital entre los países de la región: leyes sobre datos personales, ciberseguridad, delitos informáticos, Inteligencia Artificial, economía digital, plataformas digitales, telecomunicaciones, etc. Cada avance técnico parece recibir como respuesta un nuevo reglamento o una ley.

Pero el resultado no ha sido siempre virtuoso. Al contrario, este crecimiento normativo ha engrosado el cuerpo regulador al punto de dificultar a ratos el movimiento espontáneo del sector. Las empresas —en especial las pequeñas y medianas— deben enfrentar múltiples agencias, duplicar informes y pagar asesorías, dedicando más recursos al compliance que a la innovación. El aparato regulatorio, en vez de facilitar, pareciera entorpecer el progreso tecnológico.

Una galaxia que no despega

Lo paradójico es que estamos hablando de un sector llamado a ser el habilitador universal de la nueva era tecnológica. Las TIC no son una industria más: son el sistema nervioso de la Cuarta Revolución Industrial, las smart cities, la economía digital, el e-government… o sea, la transformación digital de nuestros países. Sin las TIC no hay Inteligencia Artificial, robótica avanzada, blockchain, Big Data ni computación cuántica, entre otras tecnologías disruptivas.

Pero para que este cuerpo nervioso funcione, necesita agilidad y no rigidez. Precisión, no hipertrofia. La elefantiasis regulatoria le impide cumplir su promesa. Le exige una permisología múltiple y demorosa, le impone ventanillas fragmentadas, le aplica sanciones superpuestas. En lugar de pensar en el futuro, las empresas deben defenderse del presente burocrático.

Los costos invisibles del exceso

Regulación no es siempre un sinónimo de virtuosismo. La Unión Europea ha hecho del arte regulador su ethos, pero algunas economías comunitarias ya le están advirtiendo a Bruselas que la innovación y el desarrollo necesitan menos reglas y más inversiones. 

Porque es un hecho, como atestigua el informe de Mario Draghi, que muchas empresas europeas innovadoras se trasladan a Estados Unidos en busca de un entorno más favorable para su crecimiento. Por ello, el informe aconseja liberalizar varios mercados y reducir la carga regulatoria.

Tampoco se trata de ver en la regulación al enemigo. No hace falta emular a potencias que plantean una desregulación sin mayores evidencias, salvo el deseo de dar proteccionismo a los productos de sus economías nacionales.

Los síntomas de la elefantiasis regulatoria están a la vista en varios de nuestros países:

  1. Costos internos en ascenso, debido a mayores equipos legales, auditorías, informes repetidos y cumplimiento divergente.
  2. Peregrinajes permisológicos, donde un mismo proyecto debe pasar por varias oficinas públicas, cada una con su propio lenguaje, cronograma y burocracia.
  3. Multiplicidad de castigos, en que un solo error puede ser sancionado por cuatro agencias distintas, cada una desde su lente.
  4. Fragmentación institucional, que obliga a reportar los mismos hechos a distintos entes, en formatos disímiles y sin interoperabilidad.

En conjunto, esto produce un ecosistema donde innovar es más riesgoso que quedarse quieto. Y eso, en tecnología, equivale a retroceder.

Un ejemplo del exceso administrativo podría ser España con su institucionalidad para la IA. Los españoles crearon una Agencia de Supervisión de la Inteligencia Artificial antes de que dicha tecnología tuviera un despliegue significativo en el país. Se invirtió en un organismo sin aún tener un rebaño de problemas que vigilar.

Es como la fábula del pastor sin ovejas: en un pueblo sin animales, el alcalde contrató un pastor para cuidar lo que no existe. Cuando los vecinos preguntaron por las ovejas, el alcalde respondió: “no hay, pero cuando lleguen, ya tendremos quién las proteja”. Pasaron los años y las ovejas nunca aparecieron. Pero el pastor siguió cobrando cada mes.

Esta fábula revela una pulsión institucional frecuente: crear estructuras para enfrentar amenazas hipotéticas, en lugar de resolver las reales. Y ese impulso también alimenta la elefantiasis regulatoria.

¿Más instituciones o mejor institucionalidad?

Ante este cuadro, cabe preguntarse si no ha llegado el momento de repensar la arquitectura institucional de cada país. Una alternativa es la creación de un Ministerio de Transformación Digital, no para agregar más reglas, sino para ordenar las existentes.

Este ministerio podría actuar como articulador, ventanilla única y guía normativa. Ayudaría a coordinar los órganos sectoriales, simplificar requerimientos, ofrecer matrices de cumplimiento claras y —sobre todo— evitar la redundancia normativa. No se trata de concentrar poder, sino de lograr coherencia y eficiencia.

Ahora bien, este modelo no implica absorber todas las competencias bajo un solo techo. Al contrario, experiencias internacionales muestran que no es deseable que la protección de datos o la ciberseguridad estén bajo el control de organismos políticos. Lo que sí ha demostrado ser eficaz es la coordinación real entre entidades, así como la existencia de puntos únicos de contacto para el regulado.

El punto de inflexión

En el caso chileno —que es lo que me toca de cerca—, el país aún está a tiempo de calibrar mejor su entusiasmo por la regulación. Aún puede optar por un modelo que promueva la innovación sin dejar de proteger derechos. Un modelo que entienda que menos regulación bien coordinada puede ser más efectiva que mucha normativa desordenada. Que reconozca que el problema no es el control, sino el exceso y la fragmentación.

En 2024, el Congreso Nacional chileno aprobó la Ley Marco de Ciberseguridad, la Ley de Datos Personales y la Ley de Internet como Servicio Público, todo lo cual, en la raya para la suma, es mayor carga obligacional para el sector TIC. 

En paralelo, ese mismo año el gobierno puso el pie en el acelerador del proyecto de ley sobre Inteligencia Artificial. Como un oasis en medio del desierto, se lanzó una Estrategia Nacional de Datacenters, que tiene toda la intención de facilitar el despliegue de esta infraestructura tecnológica, pero con poca musculatura para mover la aguja. Todo esto en un solo año. Veremos qué nos depara este 2025.

En definitiva, la elefantiasis regulatoria es un mal que está muy presente en nuestro entorno legislativo. Ojalá pudiéramos bajar la hinchazón de las piernas de otra manera, pero el único camino posible es la simplificación de trámites y exigencias regulatorias. Cualquier otra solución sería como el pastor que cuidaba el rebaño inexistente, irreal, ilusorio. 

Ante esta imagen del pastor, es imposible no pensar en el antipoema “El hombre imaginario”, del chileno Nicanor Parra (1914-1918), y reemplazar al ser humano por la regulación y sus fantasías. ¿Cómo sonaría el que la “regulación imaginaria” ve sombras imaginarias por el camino imaginario? Al menos, esto nos escribe Parra: 

“El hombre [la regulación] imaginario

El hombre [la regulación] imaginario

vive en una mansión imaginaria

rodeada de árboles imaginarios

a la orilla de un río imaginario.

De los muros que son imaginarios

penden antiguos cuadros imaginarios,

irreparables grietas imaginarias

que representan hechos imaginarios,

ocurridos en mundos imaginarios,

en lugares y tiempos imaginarios.

Todas las tardes imaginarias

sube las escaleras imaginarias

y se asoma al balcón imaginario

a mirar el paisaje imaginario,

que consiste en un valle imaginario

circundado de cerros imaginarios.

Sombras imaginarias

vienen por el camino imaginario,

entonando canciones imaginarias

a la muerte del sol imaginario.

Y en las noches de luna imaginaria,

sueña con la mujer imaginaria

que le brindó su amor imaginario;

vuelve a sentir ese mismo dolor,

ese mismo placer imaginario,

y vuelve a palpitar

el corazón del hombre imaginario”.

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